El 15 de marzo del 44 a.C. Julio César sucumbió bajo las puñaladas de Cayo Casio Longino y Marco Bruto. El mismo Cicerón aplaudió la hazaña: los conjurados habían salvado la República Romana truncando la carrera del dictador. Pero no todos compartían la euforia: muchos consideraban a César un héroe y cuando, el día de su funeral, contemplaron la túnica ensangrentada, se levantó un clamor popular: “¡Muerte a los asesinos!” Casio y Bruto tuvieron que huir de Roma.
Octavio y Marco Antonio quisieron aprovechar la ocasión para suceder al difunto César, pero Casio y Bruto se plantaron ante ellos para defender la República con las armas. Casio fue a la provincia de Siria (que incluía Judea) para hacerse con un ejército, e instaló su campamento junto a Tariquea-Magdala. Conocía bien aquellas tierras, pues diez años antes había luchado allí para mantener la paz ante las reyertas entre los últimos príncipes asmoneos (macabeos). En aquella ocasión Casio había conquistado Tariquea haciendo 30.000 prisioneros. Pero en la situación actual, la ciudad le importaba poco: su único interés ahora era reunir las legiones que habrían de salvar a la República. El 7 de marzo del 43 a.C. Casio le escribió a Cicerón una carta “desde el campamento de Tariquea” para informarle sobre el progreso de su empresa.
Al final, los esfuerzos de Casio, Bruto y Cicerón no sirvieron de nada: los de César acabarían ganando el pulso y poco después Roma se convertiría en un imperio bajo el mando de Octavio César Augusto. En sus días, por fin, el mundo conoció la paz, y en Belén de Judea nacería Jesús, llamado Cristo.
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