El erudito sacerdote anglicano Solomon Malan visitó Magdala por abril de 1842, y plantó su tienda a las afueras de el-Mejdel. Unos años después publicaría un librito titulado Magdala: un Día en el Mar de Galilea (1857), donde narra su experiencia:
“Cuando me desperté al amanecer, todo estaba sereno; no soplaba el viento. Me apresuré a vestirme, para no perder ni un instante de este día. Salí de la tienda y subí la colina. Anhelaba ver salir el sol sobre el Mar de Galilea. Nunca olvidaré la primera impresión de esa escena. El sol no había salido: solo radiantes nubes pasajeras flotaban suspendidas sobre el amanecer, mientras el lago aún yacía dormido en los tonos cenicientos de la madrugada. Pero, de repente, la cumbre nevada del Hermón comenzó a resplandecer con el sol aún oculto tras ella. Al poco tiempo, surgió el sol sobre las colinas del Golán, y derramó sus esplendentes rayos sobre el lago, que, cual pupila de un ojo, brillaba con luz y vida sobre las colinas que lo abrazan, así como sobre los verdes prados y la humilde aldea de Magdala. Me senté sobre una piedra de la ladera, algo por encima del pueblo, y en la solemne quietud de esa hora, abrí el Libro y leí: ‘Despidiendo luego a la muchedumbre, subió a la barca, y se fue al territorio de Magdala’ (Mt 15, 39)”.
Malan no solo fue un gran conocedor de lenguas antiguas, sino que demuestra también una profunda sensibilidad artística —dejó abundantes dibujos sobre los paisajes que contemplaba—, y una alma fina que sabía encontrar en cuanto veía —y sobre todo en la Tierra Santa— la huella dejada por Dios. Imagen: Solomon Malan, “Sea of Galilee, looking towards Magdala”, en A. N. Malan, Solomon Caesar Malan: Memorials of his Life and Writings, London 1897, p. 87
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