Tal vez muchos de los amigos lectores queden sorprendidos con este título preguntándose ¡Cómo se puede tatuar un nombre como este, en lo más profundo e íntimo del ser humano! Con este breve relato podrán entenderlo.
Corría el año 2014 en el que me encontraba disfrutando las mieles de la jubilación; realizando una serie de actividades para las que me había venido preparando. A mis oídos llegó el nombre de un sitio ubicado a la orilla del llamado “Mar de Galilea” lugar de María Magdalena (la apóstol de los Apóstoles “de la que Jesús arrojara siete demonios”).
Habiendo reunido los requisitos para mi aceptación, en el mes de julio de dicho año me presenté en Magdala. Hacía tan solo mes y medio que las puertas del “Duc in Altum” habían sido abiertas al público en general: peregrinos, fieles y turistas de cualquier creencia religiosa podrían vivir la experiencia de la oración en un lugar emblemático, cargado de historia y de belleza.
La fiesta de María Magdalena, celebrada con toda solemnidad, incluyó la Santa Misa y una deliciosa comida que me permitió convivir con gente como el padre Juan, los sacerdotes asignados, el equipo de consagradas, el de los arqueólogos y los voluntarios procedentes de varios países: principalmente de México y de España.
Aquel primer año me destinaron al equipo de arqueología. ¡Qué experiencia más interesante! Era emocionante ver como aparecían vestigios de lo que fue una ciudad cubierta por la arena y caída en el olvido.
Los paseos semanales, no solo me llevaron a conocer rincones de Tierra Santa; fueron un factor fundamental para interactuar con los demás voluntarios. Constituíamos una verdadera familia.
Y como todo llega y pasa, también llegó el tiempo de mi partida dejando con nostalgia aquella tierra de la cual había recibido sólo el primer caramelo.
Vino un segundo año, y un tercero y otros más en los que mi añoranza por Magdala parecía cobrar fuerza. Siempre con la ilusión del regreso; de colaborar en lo que me asignaran, de disfrutar del maravilloso “mar de Galilea”; el azul de sus aguas, el cambio de tonalidad en las montañas del Golán conforme el sol hacía su recorrido; contemplar la silueta permanente del monte Arbel, el cielo estrellado y la luna de un color maravilloso.
Disfrutar del silencio y la soledad en la mitad del lago adorando a Jesús Sacramentado, imaginando el paso con sus discípulos y las multitudes que lo seguían.
Cuántas vivencias y recuerdos pasan por mi mente, imposibles de plasmar en estas líneas. Me he desempeñado como ayudante de cocina, chofer de alguno de los padres en sus viajes a Jerusalén, colaborador en pequeñas obras de mantenimiento en la casa de voluntarios. Pero lo que más ha influido en mí, la responsabilidad del Duc in Altum. Por todo ello me siento bendecido.
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